DOMINGO DESPUES DE PENTECOSTES. LA SANTISIMA TRINIDAD. Ciclo A
EL MISTERIO DE DIOS.
Ideas principales de las lecturas de este domingo:
- Primera lectura: Ex 34, 4b-6. 8-9. Dios se revela. Dios se revela a Moisés no como un Dios lejano y terrible, sino compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad. Dios está cerca de su pueblo y lo acompaña siempre.
- Segunda lectura: 2Co 13, 11-13. El Señor esté siempre con nosotros. La fórmula de saludo trinitario que Pablo dirige a los corintios manifiesta la relación de Dios con los creyentes. Por la fuerza, gracia y comunión del Padre, Hijo y Espíritu Santo, los cristianos estamos llamados por la vocación recibida a vivir en unidad, amor y paz para ser signos de la presencia de Dios en el mundo.
- Evangelio: Jn 3, 16-18. Dios salva al mundo. Dios ha amado de muchas maneras a los hombres, sobre todo cuando ha enviado a su propio Hijo como Salvador. Quien cree no es juzgado, sino salvado.
Queridos hermanos y hermanas en
Cristo: Después de las festividades pascuales y antes del Corpus, celebramos
hoy la fiesta de la Santísima Trinidad: Dios Padre e Hijo y Espíritu Santo,
fiesta de Dios, del centro de nuestra fe. Cuando se piensa en la Trinidad, por
lo general viene a la mente el aspecto del misterio: son tres y son uno, un
solo Dios en tres Personas. Incomprensible para la razón humana. Claro que
incomprensible, porque el misterio es todo aquello inaccesible a la explicación
racional. Pero en realidad, Dios en su grandeza no puede menos de ser un
misterio para nosotros y, sin embargo, él se ha revelado: podemos conocerlo en
su Hijo, y así también conocer al Padre y al Espíritu Santo.
La liturgia de hoy, en cambio, llama la atención no tanto hacia el misterio, cuanto hacia la realidad de amor contenida en este primer y supremo misterio de nuestra fe. El Padre, el Hijo y Espíritu Santo son uno, porque Dios es amor, y el amor es la fuerza vivificante absoluta, la unidad creada por el amor es más unidad que una unidad física. El Padre da todo al Hijo; el Hijo recibe todo del Padre con agradecimiento; y el Espíritu Santo es como el fruto de este amor recíproco del Padre y del Hijo.
Los textos de la santa misa de hoy hablan de Dios y por eso hablan de amor; no se detienen tanto sobre el misterio de las tres Personas, cuanto sobre el amor que constituye su esencia, y la unidad y trinidad al mismo tiempo.
La primera lectura está tomado del Libre del Éxodo y sorprende que la revelación del amor de Dios tenga lugar después de un gravísimo pecado del pueblo. El falta a la fidelidad trabada con Dios en el hecho de la Alianza en el monte Sinaí. Aprovechando la ausencia de Moisés, presiona a Aarón que le haga un dios que sea visible, accesible, manipulable, al alcance del hombre, porque el Dios de Moisés es misterioso y lejano. Aarón consiente, y prepara un becerro de oro. Moisés se indigna rompiendo las tablas de la ley que acababa de recibir de Dios; y con ese gesto de enfado se teme lo peor: el enfado de Dios.
Sin embargo, Dios por intercesión de Moisés, decide perdonar e invita a Moisés a volver a subir al monte para recibir de nuevo la ley, los diez Mandamientos y renovar el pacto. Moisés pide entonces a Dios que se revele, que le muestre su rostro. Pero Dios no muestra el rostro, más bien revela que está lleno de bondad con estas palabras: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”. Este es el rostro de Dios. Esta autodefinición de Dios manifiesta su amor misericordioso: un amor que vence al pecado, lo cubre, lo elimina. Y podemos estar siempre seguros de esta bondad que no nos abandona. No puede hacernos revelación más clara. Nosotros tenemos un Dios que renuncia a destruir al pecador y que quiere manifestar su amor de una manera más profunda y sorprendente precisamente ante el pecador para ofrecer siempre la posibilidad de la conversión y del perdón.
El Evangelio completa esta revelación, que escuchamos en la primera lectura, porque indica hasta qué punto Dios ha mostrado su misericordia. El evangelista san Juan refiere esta expresión de Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
En el mundo reina el mal, el egoísmo, la maldad, y Dios podría venir para juzgar a este mundo, para destruir el mal, para castigar a aquellos que obran en las tinieblas. En cambio, muestra que ama al mundo, que ama al hombre, y envía lo más valioso que tiene: su Hijo Unigénito. Y no sólo lo envía, sino que lo dona al mundo. Jesús es el Hijo de Dios que nació por nosotros, que vivió por nosotros, que curó a los enfermos, perdonó los pecados y acogió a todos. Respondiendo al amor que viene del Padre, el Hijo, guiado por el Espíritu Santo, dio su propia vida por nosotros y por nuestra salvación en la cruz.
Queridos hermanos y hermanas, creamos en el Dios uno y trino no como un dios misterioso y lejano, sino como un Dios que amor, que perdona y salva al hombre. Amén.
La liturgia de hoy, en cambio, llama la atención no tanto hacia el misterio, cuanto hacia la realidad de amor contenida en este primer y supremo misterio de nuestra fe. El Padre, el Hijo y Espíritu Santo son uno, porque Dios es amor, y el amor es la fuerza vivificante absoluta, la unidad creada por el amor es más unidad que una unidad física. El Padre da todo al Hijo; el Hijo recibe todo del Padre con agradecimiento; y el Espíritu Santo es como el fruto de este amor recíproco del Padre y del Hijo.
Los textos de la santa misa de hoy hablan de Dios y por eso hablan de amor; no se detienen tanto sobre el misterio de las tres Personas, cuanto sobre el amor que constituye su esencia, y la unidad y trinidad al mismo tiempo.
La primera lectura está tomado del Libre del Éxodo y sorprende que la revelación del amor de Dios tenga lugar después de un gravísimo pecado del pueblo. El falta a la fidelidad trabada con Dios en el hecho de la Alianza en el monte Sinaí. Aprovechando la ausencia de Moisés, presiona a Aarón que le haga un dios que sea visible, accesible, manipulable, al alcance del hombre, porque el Dios de Moisés es misterioso y lejano. Aarón consiente, y prepara un becerro de oro. Moisés se indigna rompiendo las tablas de la ley que acababa de recibir de Dios; y con ese gesto de enfado se teme lo peor: el enfado de Dios.
Sin embargo, Dios por intercesión de Moisés, decide perdonar e invita a Moisés a volver a subir al monte para recibir de nuevo la ley, los diez Mandamientos y renovar el pacto. Moisés pide entonces a Dios que se revele, que le muestre su rostro. Pero Dios no muestra el rostro, más bien revela que está lleno de bondad con estas palabras: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”. Este es el rostro de Dios. Esta autodefinición de Dios manifiesta su amor misericordioso: un amor que vence al pecado, lo cubre, lo elimina. Y podemos estar siempre seguros de esta bondad que no nos abandona. No puede hacernos revelación más clara. Nosotros tenemos un Dios que renuncia a destruir al pecador y que quiere manifestar su amor de una manera más profunda y sorprendente precisamente ante el pecador para ofrecer siempre la posibilidad de la conversión y del perdón.
El Evangelio completa esta revelación, que escuchamos en la primera lectura, porque indica hasta qué punto Dios ha mostrado su misericordia. El evangelista san Juan refiere esta expresión de Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
En el mundo reina el mal, el egoísmo, la maldad, y Dios podría venir para juzgar a este mundo, para destruir el mal, para castigar a aquellos que obran en las tinieblas. En cambio, muestra que ama al mundo, que ama al hombre, y envía lo más valioso que tiene: su Hijo Unigénito. Y no sólo lo envía, sino que lo dona al mundo. Jesús es el Hijo de Dios que nació por nosotros, que vivió por nosotros, que curó a los enfermos, perdonó los pecados y acogió a todos. Respondiendo al amor que viene del Padre, el Hijo, guiado por el Espíritu Santo, dio su propia vida por nosotros y por nuestra salvación en la cruz.
Queridos hermanos y hermanas, creamos en el Dios uno y trino no como un dios misterioso y lejano, sino como un Dios que amor, que perdona y salva al hombre. Amén.
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