sábado, 3 de noviembre de 2012

CATEQUESIS DOMINICAL

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
CRISTO ES LA VIDA Y LA RESURRECCIÓN

Ideas principales de las lecturas de este domingo:
-          1ª Lectura: Lamentaciones 3,17-26: El silencio confiado. La lectura es el lamento de un israelita que en su dolor y tristeza llora la desesperación de su país. En su sufrimiento espera en silencio y confía plenamente en el Señor que es bueno.
-          2ª Lectura: Romanos 6,3-9: Muertos y resucitados con Cristo. Pablo nos invita a reafirmar nuestra fe. Estamos llamados por Cristo a emprender una vida nueva, la vida de resucitados.
-          Evangelio: Juan 14,1-4: Donde estoy yo, estaréis vosotros. Jesús promete a los apóstoles un lugar en la casa del Padre. Él, que es el camino, guía hasta las moradas del cielo. Él, que es la verdad, ilumina la senda con su luz. Él, que es la vida, transforma la muerte en resurrección.

Queridos hermanos y hermanas en Cristo: En el día en que la Iglesia recuerda con amor a todos los hermanos difuntos, y eleva su oración al Señor por ellos, es lógico, es natural, es inevitable que recordemos a los que murieron, especialmente a quienes, por motivo que sea, representan para nosotros algo importante en la vida. Hacemos esta memoria de TODOS LOS FIELES DIFUNTOS, al día siguiente de la conmemoración de Todos los Santos. Si ayer era el día de la alegría de conmemorar a los mejores hijos de la Iglesia, los santos, hoy es el día de la esperanza en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Ayer estábamos animados a sabiendas de que nuestros hermanos, los santos, nos han abierto, con su ejemplo, un camino a seguir hacia la casa del Padre, hoy debemos estar animados al saber que el destino final nuestro, y de nuestros hermanos difuntos, es la resurrección y la vida eterna. En el último artículo del credo decimos: “espero la resurrección de los muertos y en la vida eterna”. Este artículo del credo nos exige a los creyentes la madurez en la fe ante la muerte.
San Pablo, en la segunda lectura, nos invita a reafirmar nuestra fe, también en los momentos difíciles de nuestra vida, como el de la enfermedad y de la muerte. “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (Rm 6,3-4). El bautismo nos introduce en la aventura de la fe, compañera de un largo camino que dura toda la vida hasta el paso definitivo a la casa del Padre. A lo largo de este camino, nos topamos con situaciones duras, como nuestro propio dolor, el de los demás y la muerte de nuestros seres queridos. Cuando esto nos pasa, en lugar de caer abatidos o volvernos rebeldes, arraigados en la fe, nuestra compañera de camino, debemos confiar plenamente en Dios, porque en Jesús nos promete un lugar en la casa del Padre. Él, que es el camino, guía hasta las moradas del cielo. Él, que es la verdad, ilumina la senda con su luz. Él, que es la vida, transforma la muerte en resurrección.
Queridos hermanos y hermanos, el hecho de la muerte nos atormenta y nos confunde, porque está lejos de nuestro control. No está en nuestras manos evitar la muerte ni determinar cuándo ha de aparecer. Este misterio tremendo, para los que todavía peregrinamos en este mundo, nos invita a considerarnos seres finitos, débiles, limitados que necesitan del que es el Origen de todo cuanto existe, y de los hermanos que nos acompañarán en la última hora de nuestra vida. La actitud del cristiano ante la muerte ha de ser de confianza, porque Dios nos ha hecho no para la muerte, sino para la vida.
Quisiera terminar esta reflexión con las palabras del Papa Benedicto XVI, sobre la muerte. Dice el Santo Padre que “cuando se apaga una vida en edad avanzada, en la aurora de la existencia terrena o en la plenitud de la edad, por causas imprevistas, no se ha de ver en ello un simple hecho biológico que se agota, o una biografía que se concluye, sino más bien un nuevo nacimiento y una existencia renovada, ofrecida por el Resucitado a quien no se ha opuesto voluntariamente a su amor. Con la muerte se concluye la experiencia terrena, pero a través de la muerte se abre también, para cada uno de nosotros, más allá del tiempo, la vida plena y definitiva”. (Cf. Benedicto XVI, Pensamientos sobre la enfermedad, San Pablo, Madrid, 2011, nº 38, pp. 40-41) Amén.

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