lunes, 23 de marzo de 2015

CATEQUESIS DOMINICAL

V DOMINGO DE CUARESMA.
LA MUERTE, PRINCIPIO DE VIDA


Ideas principales de las lecturas de este domingo:
  • Primera lectura: Jeremías 31, 31-34. Una alianza nueva escrita en el corazón. El Señor se dirige a los supervivientes de Israel anunciando una nueva alianza por medio del profeta Jeremías. La nueva alianza nos se escribirá en tablas de piedra, sino en el corazón de cada hombre.
  • Salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón nuevo. Salmo 50,3-4.12-13.14-15.
  • Segunda lectura: Hebreos 5, 7-9. Cristo, sacerdote y salvador. La carta a los Hebreos presenta el misterio del sacerdocio de Cristo. Ejerce su sacerdocio cuando hora, sufre y obedece hasta la muerte, y así se convierte en el autor de la redención. La salvación solo es eficaz para quienes la acogen con actitud obediente.
  • Evangelio: Juan 12, 20-33. El grano de trigo. La muerte es contemplada en su dimensión de fecundidad. El grano de trigo debe morir para que germine y dé fruto. El que no muere no germina para la vida eterna. El que muere imita a Cristo y resucita con él.
Queridos hermanos y hermanas en Cristo: Hemos escuchado en la primera lectura cómo el profeta Jeremías, después de haber sufrido por la ruina de su pueblo, Israel, con el destierro a Babilonia, ahora de parte de Dios, anuncia, por primera vez en todo el Antiguo Testamento, una Nueva Alianza. «Mirad que llegan días en que haré con la casa de Israel y la cada de Judá una alianza Nueva». Dios sigue fiel a su promesa y a su Alianza: «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo». A pesar de la dureza del corazón de su pueblo, Dios no le abandona. Por sus profetas le va conduciendo, le va exhortando a la conversión.
La Alianza que anuncia Jeremías será más perfecta, más interior. No quedará grabada, como la de Moisés, en unas tablas de piedra: «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones». «Todos me conocerán, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados».Hemos cantado en el salmo: «Oh, Dios, crea en mi un corazón nuevo». La Alianza como el amor y la amistad, no se quedan en gestos exteriores, sino que piden una actitud interior.
Lo que el profeta Jeremías intuyó desde la penumbra del Antiguo Testamento, nosotros lo vemos ya cumplido plenamente en Cristo Jesús. La Nueva Alianza la selló él con su sangre en la cruz. 
Las lecturas de hoy nos dicen lo que le costó. Sería una falsa imagen de Jesús el imaginarlo como un superhombre, impasible, estoico, por encima de todo sentimiento de dolor o de miedo, de duda o de crisis. Juan, en el evangelio, nos ha dicho cómo Jesús, instintivamente, pedía a Dios que le librara de la muerte, aunque luego él mismo recapacitó y pidió que se cumpliera la voluntad del Padre. Y en la Carta a los Hebreos hemos leído detalles que no constan en el evangelio: Cristo, ante la muerte, pidió ser librado de ella con lágrimas y gritos.
Tenemos un mediador, un Pontífice, que no es extraño a nuestra historia, que sabe comprender nuestros peores momentos y nuestras experiencias de dolor, de duda y de fatiga. Lo ha experimentado en su propia carne. Y así es como ha realizado entre Dios y la humanidad la definitiva Alianza. 
Pero todo esto no es la última palabra. Este amor total hasta la muerte tiene un sentido positivo. 
El mismo Jesús nos ha presentado una imagen muy expresiva: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, da mucho fruto». Ese es el camino de la salvación que Cristo nos ha conseguido. Como es el camino de todas las cosas que valen la pena. 
Contemplamos esta figura de Cristo caminando hacia su cruz y dispongámonos a incorporarnos también nosotros al mismo movimiento de su Pascua: muerte y vida, renuncia y novedad. 
Nos ha dicho: «El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor. El que se ama a sí mismo, se pierde». Celebrar la Pascua supone renunciar a lo viejo y abrazar con decisión lo nuevo. La novedad de vida que Cristo nos quiere comunicar. 
Esto supone lucha. Esto comporta muchas veces dolor, sacrificio, conversión de caminos que no son pascuales, que no son conformes a la Alianza con Dios. El mejor fruto de la Pascua es que nuestra fe, tanto a nivel personal como comunitario, se haga más profunda y convencida, y que cambie el estilo de nuestra vida. 
El sacerdote sabe comprender nuestros peores momentos y nuestras experiencias de dolor, de dudas, de fatigas, de cansancio… Hace unos días celebrábamos la fiesta de san José, patrono de los seminarios diocesanos. Y pedíamos sacerdotes que después de haber escuchado la Palabra de Dios, de haberse dejado llenar de ella, salga a los caminos para ofrecer el bálsamo del amor, de la gracia, del perdón. No se puede hacer vivir a otros si no estoy dispuesto a “des-vivirme” por los otros. La vida humana es fruto del amor y brota en la medida en que nos entregamos. Pero tenemos que añadir también que el amor nos hace vulnerables; amar incluye sufrimiento, porque quien no ama ni pena ni muere. 
Teresa de Jesús sabe de cruz. No estuvo ausente en su vida; más aún, pudo decir: «En la cruz está la vida, y el consuelo y ella sola es el camino para llegar al cielo». 
Cuando hoy escuchemos en la eucaristía lo que el sacerdote dice del cáliz de vino: «Este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza nueva y eterna», recordemos lo que anunciaba Jeremías, y que se ha consumado en la cruz de Cristo. De esa Alianza participamos cada vez que acudimos a comulgar. La eucaristía es cada vez una Pascua concentrada: Cristo mismo ha querido en ella hacernos partícipes de toda la fuerza salvadora de su entrega en la cruz.

lunes, 16 de marzo de 2015

CATEQUESIS DOMINICAL

IV DOMINGO DE CUARESMA
DOS LIBERTADORES

Ideas principales de las lecturas de este domingo:
  • 1ª Lectura: Crónicas 36, 14-16. 19-23: Exilio y regreso. El destierro de Israel en Babilonia es una consecuencia de sus infidelidades; se había contaminado con las costumbres gentiles y había abandonado la alianza. La consecuencia fue la destrucción y el exilio del pueblo de Dios. Pasado el tiempo de la purificación de sus pecados en el exilio, Ciro, rey de Persia, le concede a los israelitas volver a su patria. Ciro es considerado como el salvador de Israel. El pueblo de Dios construye Jerusalén y el templo. Ciro fue instrumento de Dios para liberar a su pueblo de la esclavitud.
  • 2ª Lectura: Efesios 2, 4-10: La gracia nos salva. Todo es gracia; todo es don. La historia de Israel, como la nuestra, se describe entre la muerte y la vida, las tinieblas y la luz. Nosotros hemos muerto a nuestros pecados y hemos revivido por el gran amor del Señor. Nuestra condición de salvados es obra de Dios.
  • Evangelio: Juan 3 14-21: La cruz alzada en la cumbre del mundo. Moisés levantó en el desierto un estandarte con la figura de la serpiente para que quien lo mirase se curara de la picadura de la serpiente. El Hijo del hombre ha sido elevado en el estandarte de la cruz para curar la picadura del pecado. Dios ha amado al hombre hasta enviar a su hijo al mundo para que clavado en la cruz salvara a todos.

Queridos hermanos y hermanas en Cristo: Cuando la Palabra de Dios rompe nuestros esquemas mentales previos, todos tratamos de defendernos ante ella; y a menudo montamos defensas, por ejemplo, buscando “interpretaciones” que la desactiven y de este modo nos faciliten poder “olvidarla”.
Posiblemente una de las afirmaciones de Jesús que más rompe esos esquemas mentales nuestros es la que acabamos de escuchar en el evangelio que hoy ha sido proclamado: “Tanto amó Dios al mundo que (le) entregó a su Hijo único”. La afirmación es absolutamente clara; sin embargo, los que ya tenemos algunos años recordamos muy bien lo que nos decía el catecismo de Ripalda: “Los enemigos del alma son tres: mundo, demonio y carne”.
Las conclusiones que habíamos de extraer eran claras como estás: El “mundo” es “malo” y “enemigo del alma” por encima y por delante del “demonio”. Por ello todo buen cristiano, en la medida de sus posibilidades, debe cortar su relación con él. El prototipo de cristiano, consecuentemente, es aquél cuya ruptura con este “enemigo del alma” es total: monjes y monjas de clausura.
Este convencimiento caló profundamente en todos los cristianos, quienes, lógicamente, extrajeron sus conclusiones. Así, para los grupos más conservadores la “huida del mundo” pasó a ser la gran opción cristiana, y para los demás progresistas el fustigamiento constante de este “mundo” también pasó a ser considerado como la misión al que su ser cristiano los llamaba. Había, pues, que salvar al “mundo”, pero “desde fuera” y sin “mancharse las manos”.

No parece fácil casar estas posturas con las palabras de Jesús que acabamos de escuchar, ya que él nos ha hablado de un Dios desconcertante y bueno, que nos regala a su Hijo único y no para condenar al mundo, sino para salvarlo. Un Dios que nos salva gratuitamente, por tanto, como dice la Escritura, “la salvación no se debe a vosotros”, “es un don de Dios”, “por pura gracia estáis salvados”. Y además un Dios tan extraño que no hace esto “desde lejos”, sin “mancharse las manos”, sino que a su propio Hijo “lo hizo pecado por nosotros”.
Ante este modo de ser divino, se plantea un interrogante fundamental: ¿cómo poder ser testigos fiables y creíbles de un Dios tan absolutamente extraño y desconcertante? Quizá de este modo:
  • Asumiendo lo que nos decían los Padres de la Iglesia: “No está salvado lo que no ha sido asumido”. Y lo que nos dice ES, 62: “Desde fuera no se salva al mundo”.
  • Simpatizando con él, sin duda que de un modo crítico; pero sin permitir jamás que dejen de “conmovérsenos las entrañas” con y ante él.
  • “Sabiendo”, no sólo “conociendo”, que no hemos venido a ser agentes de condenación, sino de salvación.
No olvidemos que “el mundo” no es sólo el gran espacio donde vivimos nuestra historia, sino también nuestra propia historia; una historia donde Dios se nos manifiesta y donde lo podemos encontrar, pues, “extra mundum nulla salus” (fuera del mundo no hay salvación). Como decía la primera lectura: “Quien de vosotros pertenezca al pueblo de ese Dios, ¡sea su Dios con él y suba” a ser su testigo en medio de los hombres de este mundo nuestro! Amén.

lunes, 9 de marzo de 2015

CATEQUESIS DOMINICAL

III DOMINGO DE CUARESMA. CICLO B.
LA LEY, EL TEMPLO Y LA SABIDURÍA DE DIOS

Ideas principales de las lecturas de este domingo:
  • 1ª Lectura: Éxodo 20,1-17: La ley del Sinaí. Israel considera la ley como un instrumento que garantiza la estructuración social, defiende a los indefensos y favorece la vida común de la comunidad. Por eso la ley es un regalo de la alianza y un acontecimiento salvífico. 
  • Salmo 18: Señor, tú tienes palabras de vida eterna. 
  • 2ª Lectura: I Corintios 1,22-25: Cristo, sabiduría de Dios. Mientras los fariseos ponen su seguridad en la observancia de la ley y los griegos en la sabiduría, Pablo afirma que la salvación está en Cristo crucificado. La cruz de Cristo se revela como la esencia del mensaje cristiano. En el bautismo se hace el signo de la cruz en la frente del candidato, signo que significa que, a partir de aquel momento, el candidato pertenece a Cristo. 
  • Evangelio: Juan 2,13-25: El nuevo templo. Hoy el evangelio nos presenta a Jesús indignado y apasionado por la casa de Dios. No es un relato de una página de sucesos; es un gesto profético. El templo de Jerusalén tenía demasiada carga histórica, simbólica y religiosa. Jesús anuncia y proclama la nueva economía de la salvación. Las palabras de Jesús fueron comprendidas posteriormente. Jesús resucitado será el templo en el que se celebrará el nuevo culto en espíritu y en verdad. 
Queridos hermanos y hermanas en Cristo: Muchas veces habremos preguntado acerca de qué es lo que nos configura como cristianos; y en esas ocasiones tal vez hayamos recordado respuestas muy comunes hace ya algunos años; respuestas como éstas: “Sí, yo soy un buen cristiano, pues ni mato ni robo ni hago el mal a nadie”; “Sí, yo soy un buen cristiano porque ayudo a los demás y cumplo todos los mandamientos”…
Son respuestas éticas en perfecta consonancia con el mensaje transmitido durante generaciones a través de los catecismos, de las predicaciones…; pero, si las pensamos detenidamente, podemos concluir cosas bastantes distintas a la identidad cristiana; ya que el hecho de que no matemos ni robemos ni hagamos el mal al prójimo lo que nos dice es que somos buenas personas, lo que no se identifica con el ser cristiano, pues, afortunadamente, es mucho mayor el número de “buenas personas” que el de cristiano. El cumplir los mandamientos (muy anteriores al hecho cristiano) define más bien a un buen judío, un buen musulmán, o un ateo que, hoy cumple estrictamente los mandamientos o sigue rectamente la voz de su conciencia. Pero ¿son por ello cristianos? Evidentemente, no.
El texto del Evangelio que acabamos de escuchar recoge una escena insólita en la vida de Jesús: “pega a los mercaderes en el Templo”. Jesús se enfurece porque la Casa de su Padre corre el peligro de perder su verdadera función: lugar del encuentro con Dios y lugar de oración. Por eso, a partir de entonces, “él hablará del Templo de su propio cuerpo”. Es decir, en adelante el espacio privilegiado del encuentro de Dios con los hombres no será el templo material, sino la persona de propia persona. Él nos presenta ahora los mandamientos en la versión de las Bienaventuranzas. Este nuevo planteamiento de Jesús nos cambia el paradigma de lo cristiano. Nos preguntamos: ¿Cómo puede iluminar esta nueva situación nuestra vida? Tal vez, si volvamos a retomar la pregunta del principio, clarificándonos qué significa ser cristiano; y haciéndolo, quizá, de este modo:
“Ser cristiano” pasa necesariamente por acoger a Jesús como:
  • La Buena Noticia. 
  • El espacio privilegiado del encuentro de Dios con los hombres y de éstos con Dios. 
  • El Señor de la historia y de nuestra historia. 
“Ser cristiano” consiguientemente, no se identifica con “cumplir los mandamientos”, sino que más bien pasa por vivir las Bienaventuranzas.
  • Pero no desde la justicia, desde la legalidad y las normas. 
  • Sino desde un paso más allá (nunca más acá): desde la eternidad. 
“Ser cristiano” pasa por situarnos entre y ante los demás como el Señor quien nunca compra nuestra libertad, sino que no la respeta y se sitúa entre nosotros “como el que sirve” (Lc 22,27). Aquí encontramos la clave fundamental del ser, del saber y del sentir cristiano. Esta esencia es la que resulta un escándalo para los judíos (los que van con la ley por delante) y una necedad para los griegos (los que presumen de su sabiduría). Tal vez vaya por aquí eso de “ser cristiano”; quizá sea lo que, agradecidos, en cada eucaristía y cada domingo celebramos. Hemos de volver a Jesucristo como único Salvador, el Templo nuevo, que nos dé la fuerza del Espíritu, para vivir la fe en lo alto y en medio de la vida. Amén.

martes, 3 de marzo de 2015

CATEQUESIS DOMINICAL

II Domingo de Cuaresma. Ciclo B.
TRES MONTES: MORIA, TABOR Y CALVARIO

Ideas principales de las lecturas de este domingo:
  • 1ª Lectura: Génesis 22,1-2.9-13.15-18: El monte Moria. La historia de Abrahán es impresionante. Cree en las promesas de Dios, que le prometió una tierra, un pueblo y un hijo. Ahora Dios le pide que sacrifique a su hijo. Abrahán cree y obedece. Se pone en camino hacia el monte en compañía de su hijo. Abrahán confía en Dios y espera que cumpla su promesa.
  • Salmo: Caminaré en presencia del Señor.
  • 2ª Lectura: Romanos 8,31b-34: El Calvario. La muerte y resurrección de Cristo, contenido central del mensaje cristiano, es también el contenido de la segunda lectura del presente domingo. La muerte solidaria del Hijo de Dios constituye el fundamento de los bienes salvífico. Pablo dice que Dios está con los creyentes y formula una serie de interrogantes sobre la obra de Dios.
  • Evangelio: Marcos 9,2-10: El monte Tabor. Los tres discípulos contemplan ante la incredulidad de sus ojos una inédita dimensión oculta de Jesús. Él brilla y resplandece con todo resplandor. Ante el misterio incomprensible deben guardar silencio y reciben el mandato imperativo de “escuchadle”. 
Queridos hermanos y hermanas en Cristo: El camino cuaresmal hacia la Pascua es un camino que las lecturas de este segundo domingo de Cuaresma nos presenta como un gran símbolo de toda nuestra vida creyente. Hoy, a través de estas lecturas, la liturgia ha resaltado dos dimensiones fundamentales de este camino, de esta vida creyente nuestra. Por un lado, ha acentuado su dificultad, su oscuridad: el durísimo camino de Abraham e Isaac, el del Hijo, el de Pedro (“no sabía lo que decía”). El camino de nuestra vida es, en ocasiones, arduo y fatigoso. Las soledades, las ausencias, los achaques, las enfermedades, los sufrimientos de la vida y de sus injusticias nos lo hacen a veces insufrible. Por otro lado, la necesidad de seguir avanzando, aun cuando parezca que no hay futuro; pues “Dios está con nosotros”, todo va a terminar en la resurrección: la vida va a triunfar sobre la muerte.
El vivir no es fácil, tenemos que realizar este camino acompañado, pero en soledad, asumiendo riesgos, dificultades, etc. Pero la narración de la Transfiguración nos ofrece un anuncio de esperanza para todos en este camino. El camino es posible recorrerlo, y al término nos espera la sorpresa de la victoria. Pero todos, a menudo, olvidamos esto último y nos preguntamos una y otra vez: ¿por qué mantener la esperanza en este caminar, en el que casi ni vemos ni entendemos? Y nos sentimos viviendo la misma experiencia que Abraham, a quien antes le habían arrebatado su pasado (“sal de tu tierra…”) y ahora parece que le van a privar de su futuro (“ofréceme en sacrificio a tu hijo, al único, al que amas, a Isaac”); igualmente Pedro, quien no entiende nada de lo que le acontece (“no sabía lo que decía”), por muy importante que pueda parecer la experiencia que está viviendo.
En definitiva, son momentos, experiencias vitales, de desarraigo, de pérdida de futuro, de miedo de desconcierto… que todos, con mayor o menor frecuencia, hemos vivido y que a veces resumimos en y con una sola frase: “Se ha hecho de noche”. Pero en medio de esa experiencia de noche, el Señor suele aparecer envuelto en una luz brillante. Y su luz nos resplandece, evidentemente, a nosotros, y entonces gritamos como los Apóstoles: “Maestro, ¡qué bien se está aquí!”; son los momentos en los que, “por pura gracia”, sentimos cerca al Dios que se nos ha hecho infinitamente cercano en Jesús, al Dios que está a favor nuestro (segunda lectura).
Queridos hermanos, todos necesitamos estos momentos de Tabor, momentos intensos de presencia de Dios, en los que llegamos a recuperar la esperanza porque hemos experimentado el amor y hemos visto y palpado al Dios de la vida, al Dios de las promesas, al Dios del futuro. La transfiguración es luz para el camino, es luz para la esperanza: “En las tinieblas brilló una luz”. El Dios tiniebla total se vuelve presencia luminosa. Es cierto que, como nos ha dicho el evangelio, no son situaciones para quedarnos detenidos en ellas; es cierto que pasan de un modo más o menos rápido y que, al final, “no vemos a nadie más que a Jesús solo” con nosotros; pero siempre esas experiencias quedan en nuestro “recuerdo” y nos sirven de contrapeso de otras en las que únicamente experimentamos la presencia opresiva de la noche. Amén.