IV DOMINGO DE CUARESMA
DOS LIBERTADORES
Ideas principales de las lecturas de este
domingo:
- 1ª Lectura: Crónicas 36, 14-16. 19-23: Exilio y regreso. El destierro de Israel en Babilonia es una consecuencia de sus infidelidades; se había contaminado con las costumbres gentiles y había abandonado la alianza. La consecuencia fue la destrucción y el exilio del pueblo de Dios. Pasado el tiempo de la purificación de sus pecados en el exilio, Ciro, rey de Persia, le concede a los israelitas volver a su patria. Ciro es considerado como el salvador de Israel. El pueblo de Dios construye Jerusalén y el templo. Ciro fue instrumento de Dios para liberar a su pueblo de la esclavitud.
- 2ª Lectura: Efesios 2, 4-10: La gracia nos salva. Todo es gracia; todo es don. La historia de Israel, como la nuestra, se describe entre la muerte y la vida, las tinieblas y la luz. Nosotros hemos muerto a nuestros pecados y hemos revivido por el gran amor del Señor. Nuestra condición de salvados es obra de Dios.
- Evangelio: Juan 3 14-21: La cruz alzada en la cumbre del mundo. Moisés levantó en el desierto un estandarte con la figura de la serpiente para que quien lo mirase se curara de la picadura de la serpiente. El Hijo del hombre ha sido elevado en el estandarte de la cruz para curar la picadura del pecado. Dios ha amado al hombre hasta enviar a su hijo al mundo para que clavado en la cruz salvara a todos.
Queridos hermanos y hermanas en
Cristo: Cuando la Palabra de Dios rompe nuestros esquemas mentales previos,
todos tratamos de defendernos ante ella; y a menudo montamos defensas, por
ejemplo, buscando “interpretaciones” que la desactiven y de este modo nos
faciliten poder “olvidarla”.
Posiblemente una de las
afirmaciones de Jesús que más rompe esos esquemas mentales nuestros es la que
acabamos de escuchar en el evangelio que hoy ha sido proclamado: “Tanto amó Dios al mundo que (le) entregó a
su Hijo único”. La afirmación es absolutamente clara; sin embargo, los que
ya tenemos algunos años recordamos muy bien lo que nos decía el catecismo de
Ripalda: “Los enemigos del alma son tres:
mundo, demonio y carne”.
Las conclusiones que habíamos de
extraer eran claras como estás: El “mundo”
es “malo” y “enemigo del alma” por
encima y por delante del “demonio”.
Por ello todo buen cristiano, en la medida de sus posibilidades, debe cortar su
relación con él. El prototipo de cristiano, consecuentemente, es aquél cuya
ruptura con este “enemigo del alma”
es total: monjes y monjas de clausura.
Este convencimiento caló
profundamente en todos los cristianos, quienes, lógicamente, extrajeron sus
conclusiones. Así, para los grupos más conservadores la “huida del mundo” pasó
a ser la gran opción cristiana, y para los demás progresistas el fustigamiento
constante de este “mundo” también pasó a ser considerado como la misión al que
su ser cristiano los llamaba. Había, pues, que salvar al “mundo”, pero “desde fuera” y sin “mancharse las manos”.
No parece fácil casar estas
posturas con las palabras de Jesús que acabamos de escuchar, ya que él nos ha
hablado de un Dios desconcertante y bueno, que nos regala a su Hijo único y no
para condenar al mundo, sino para salvarlo. Un Dios que nos salva
gratuitamente, por tanto, como dice la Escritura, “la salvación no se debe a vosotros”, “es un don de Dios”, “por pura
gracia estáis salvados”. Y además un Dios tan extraño que no hace esto “desde lejos”, sin “mancharse las manos”, sino que a su propio Hijo “lo hizo pecado por nosotros”.
Ante este modo de ser divino, se
plantea un interrogante fundamental: ¿cómo poder ser testigos fiables y
creíbles de un Dios tan absolutamente extraño y desconcertante? Quizá de este
modo:
- Asumiendo lo que nos decían los Padres de la Iglesia: “No está salvado lo que no ha sido asumido”. Y lo que nos dice ES, 62: “Desde fuera no se salva al mundo”.
- Simpatizando con él, sin duda que de un modo crítico; pero sin permitir jamás que dejen de “conmovérsenos las entrañas” con y ante él.
- “Sabiendo”, no sólo “conociendo”, que no hemos venido a ser agentes de condenación, sino de salvación.
No olvidemos que “el mundo” no es
sólo el gran espacio donde vivimos nuestra historia, sino también nuestra
propia historia; una historia donde Dios se nos manifiesta y donde lo podemos
encontrar, pues, “extra mundum nulla salus” (fuera del mundo no hay salvación).
Como decía la primera lectura: “Quien de
vosotros pertenezca al pueblo de ese Dios, ¡sea su Dios con él y suba” a
ser su testigo en medio de los hombres de este mundo nuestro! Amén.
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