domingo, 20 de junio de 2010

Parroquia Jóven


¿Que piensan de mi?

La pregunta que Jesús formuló a sus discípulos –¿Quién dice la gente que soy yo?– sigue provocando desconcierto en nuestro tiempo. Jesús de Nazaret –Jesucristo para sus discípulos y seguidores– es hoy como siempre una piedra de escándalo, es decir, un tropiezo que necesariamente encontramos en el camino y que obliga a tomar postura. Su doctrina –en tantos aspectos todavía ignorada– sigue siendo una palabra de esperanza y una apuesta por la Vida, pero el mundo al que vino como luz sigue –en muchos aspectos– viviendo de espaldas a él. Para unos es el Bautista, es decir, el predicador de la penitencia y de la conversión; para otros, Elías, el defensor de Dios y el mensajero de la ira divina contra los que se resisten; algunos, más benévolos, lo consideran un profeta que anunció un mensaje imposible. Y podríamos seguir: hay quienes le disculpan a él, pero condenan a sus seguidores; también están aquellos que consideran su doctrina una aberración y una amenaza para la condición humana; y aquellos que lo consideran un idealista cuyo mensaje pudo tener resonancia en otro tiempo, pero ahora resulta obsoleto.

Nada de esto nos puede extrañar. Fue figura discutida en su tiempo, lo ha sido en el tiempo posterior y lo está siendo en la actualidad. Pero lo que verdaderamente importa es la respuesta que damos a su pregunta porque de ella depende el sentido y el valor de muchas cosas. La verdad es que, a la postre, poco importa lo que piensen los demás. Lo que importa de verdad es lo que los cristianos pensamos de él. De ello depende el modo como escuchamos y acogemos su enseñanza y la manera de contemplar y dejarse interpelar por su vida. No me da miedo lo que otros piensen de Jesucristo. Lo que temo es lo que pensamos nosotros los cristianos, porque eso condiciona lo que puedan pensar de él los demás.

La mejor apología del cristianismo –la única posible en este tiempo– es la vida de los cristianos. Y no es fácil la cosa, como ya lo advirtió Jesús. San Lucas, tras la confesión de Pedro, introduce unas palabras duras y exigentes: aquellas que hablan de cruz y de fracaso, de olvido de sí mismo y de renuncia a la vida. La fe cristiana no es un pensamiento –a modo de una filosofía– sino un camino, una manera de entender la realidad y un modo de vivir. Ambas cosas van unidas y separarlas sólo conduce a su destrucción.

En los umbrales del tercer milenio, la persona, el mensaje y la vida de Jesucristo necesitan ser repensados a la luz del tiempo presente para que su poder salvador aparezca y actúe como en otros tiempos. Esa tarea corresponde a quienes nos llamamos seguidores suyos. Es un reto y una necesidad. La generación que ha traspasado la puerta del milenio ha cargado sobre sí con esta responsabilidad.

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