DOMINGO DE RAMOS. Ciclo C.
CONMEMORACIÓN DE LA ENTRADA DEL
SEÑOR EN JERUSALÉN
Ideas
principales de las lecturas de este domingo:
-
1ª Lectura: Isaías 50,4-7: El “siervo que escucha y sufre”. El Siervo de Yahve ha sido
preparado para alentar a los abatidos y confortar a los que sufren. Quiere
estar cerca de ellos. Quiere escuchar sus quejas y lamentos. Quiere “asumir
toda su humillación y su dolor”. Es así como podrá redimir el sufrimiento del
mundo, desde la experiencia, desde dentro. Esta capacidad del Siervo le viene
del Señor, “porque mi Señor me ayudaba”.
-
2ª Lectura: Filipenses 2,6-11: El camino
pascual de Cristo. Este himno es un resumen de cristología. Canta el
misterio de la Encarnación y la Pascua. Cristo se despoja de todo para
recuperarlo todo. Baja hasta el infierno para asentarse en lo más alto de la
gloria. Se convierte en nada para alcanzar el título de Señor.
-
Evangelio: Lucas 22,14-23,56: Narración de la Pasión de Jesús. Lucas presenta a Jesús en su
pasión como el Siervo de Dios, humilde, paciente, misericordioso, que no abría
la boca sino para decir palabras de perdón y confianza. Evita algunas
secuencias muy duras, como los azotes, la crucifixión o los gritos
desgarradores del crucificado. La muchedumbre es menos hostil, incluso se
arrepienten al final. Y resalta aspectos más consoladores, como las piadosas
mujeres, las palabras de perdón a los verdugos, la promesa al buen ladrón y el
grito final de confianza. “Lucas hace que sobre el Calvario pasara una brisa de
humanidad”.
Queridos hermanos y hermanas en
Cristo: Hoy es Domingo de Ramos. Un domingo muy especial. ¿Por qué especial?
Por varios motivos:
Es el pórtico de entrada a la
Semana Santa. Esto significa que hoy comienza para el cristiano una especie de
semana de retiro en la que su objetivo va a ser vivir los sentimientos que
Jesús vivió en esta última semana de su estancia en la tierra. Son días de
mucha oración.
La liturgia de este domingo
empieza recordando la entrada clamorosa de Jesús en Jerusalén. Hay emoción y
entusiasmo, hay lágrimas y aplausos, hay aclamaciones y cantos. Es un triunfo
de Jesús, y le llaman bendito, hijo de David, rey que viene en nombre del
Señor. Pero no olvidemos este matiz: el triunfo de Jesús está rodeado de humildad
y mansedumbre, de sencillez y ternura, de compasión y presentimientos. Jesús
entra en Jerusalén con la paz en sus manos, ofreciendo a todos la salvación. No
necesita fuerzas humanas, “carros y
caballerías”, “caravanas de coches de lujo o séquito real”, su fuerza es
interior, la fuerza del Espíritu. Es el triunfo del amor, el triunfo de Dios.
Le bastan las cosas sencillas, la plebe, niños, olivos, el burrito.
No toda Jerusalén recibe a Jesús,
como tampoco hoy le recibe toda la humanidad. Jesús lo sabe. Esta conciencia de
rechazo de su pueblo, de los hijos y creaturas de Dios le hizo llorar entonces
y le hace llorar ahora también. No porque Jerusalén le rechazara, y hoy los
hombres le rechacen a él, sino porque rechazaban y rechazan su propia
salvación, porque se abrazaban y se abrazan con su propia ruina. No hay mayor
dolor que un amor dado gratuitamente pero rechazado, un amor que produciría
vida y liberación, pero desperdiciado.
En la segunda parte de este
domingo se anuncia la pasión del Señor, y todas las lecturas de esta parte, nos
invitan a meditar distintos aspectos de este misterio de dolor y de amor. El
Siervo de Yahve de la primera lectura es el mismo Jesús de la Pasión. Jesús
lleva a cabo una misión admirable, pero sumamente difícil. Viene a servir y a
curar el mundo. Viene a dar testimonio del amor más limpio, más humilde y más
generoso. Viene a consolar a todos los que sufren, a curar a todos los ciegos y
liberar a todos los cautivos. Y todo esto realizándolo sin ayuda de otros
medios, sólo con el amor, siempre desde abajo, desde dentro. Éste es el himno
de San Pablo a los filipenses: “Cristo se despoja de todo para recuperarlo
todo. Baja hasta el infierno para asentarse en lo más alto de la gloria. Se
convierte en nada para alcanzar el título de Señor”.
Al comenzar la Semana Santa,
tomemos la conciencia de que la vida de cada cristiano está también envuelta en
este misterio de dolor y de amor de Jesús. La Pasión de Cristo aún no ha
terminado. Penetra el presente. Nos implica a cada uno. La Pasión de Cristo se
prolonga en la pasión del hombre, de millones de criaturas que continúan la
agonía, aplastados bajo el peso de una cruz demasiado pesada para llevarla
solos. La Iglesia nos pide ahora que intensifiquemos esa conciencia. Por eso
cada cristiano tiene que hacer dos cosas, al menos en esta Semana Santa: a) descubrir
en torno a él el dolor ajeno y las fuerzas que lo producen; b) y definirnos
ante el dolor ajeno, es decir, buscando identificarnos con alguno de
los personajes del relato de la Pación: los conspiradores que buscaban cómo coger a Jesús en algo para
justificar la pasión (sufrimiento). También nosotros podemos justificar el
dolor ajeno; la mujer de Betania que
ungió los pies de Jesús, aliviándolo; Judas
que vio un derroche en el gesto de la mujer; el hombre que cedió su casa a Jesús para celebrar la Pascua; los discípulos que lo abandonaron en el
momento más preciso; o Pedro, Santiago y
Juan que lo único que supieron fue dormir; o Caifás, o Pedro que lo negó tres veces, o Pilato, el cobarde; o Simón de Cirene, que le ayudó a llevar
la cruz; o la Verónica, que le
enjugó el rostro… Queridos hermanos/as,
la Semana Santa no es un espectáculo al que asistimos, sino un misterio del que
participamos. Es una especie de retiro en el que centramos nuestra atención.
Amén.
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